jueves, 7 de marzo de 2013

EL TAO DEL SALMÓN

Hay salmones que, a fuerza de nadar contra la corriente, olvidan que aquello obedecía a un propósito y que, toda vez cumplido, ya no tiene objeto.  Leo era uno de aquellos salmones que de enfrentarse al río habían hecho su estilo de vida. Cada mañana amanecía con la obsesión de superar un nuevo tramo río arriba y hay que añadir que se trataba de un salmón bastante obstinado. Batía sus aletas, contorsionaba su cuerpo y desalojaba agua con tal denuedo que, en una de aquellas jornadas, quedó exhausto: Con el corazón desbocado, los miembros rígidos y la visión nublada, Leo descendió hasta el fondo del río pensando que había llegado su hora.  Pero, mientras se hallaba yaciente y desfallecido, observó un banco de congrios que circulaba río abajo… Aquellos peces que pasaron sobre su cuerpo, charlando animadamente, hicieron pensar a Leo que, tal vez, no fuera mala idea aquello dejarse arrastrar por la corriente.

“Qué agradable sensación después de tanta pelea…”- pensaba Leo, mientras se dejaba llevar- “…debe ser esto a lo que llaman fluir.” Así pasaba sus días, a merced del rumbo del río, sin oponer resistencia. Perdido el control sobre su rumbo, lo mismo quedaba horas atrapado en un remolino, que disfrutando de la lluvia que, al golpear sobre el agua, era como una suerte de masaje sobre las escamas de Leo…. Tan despreocupado vivía Leo en su nuevo estado que, una tarde, no percibió la carrera de un par de siluros que habían apostado quién llegaba antes al próximo remanso del río. Y en su competición, provocaron tal marea que arrojó a Leo fuera del agua.

El salmón boqueaba sobre un charco, enfrentando una muerte inminente, pues aún serían necesarios muchos años de evolución antes de que sus branquias pudieran asimilar el oxigeno del aire.  Tensaba el cuerpo intentando regresar al agua pero ya agonizaba y las fuerzas le abandonaron.

Una tortuga dormitaba en la orilla y al observar la escena, se acercó y con la parsimonia propia de su naturaleza, comenzó a empujar a Leo hasta el río. El regreso al agua fue como el abrazo de una madre a un hijo tras haberlo perdido. Leo permaneció unos momentos noqueado pero cuando regresó el control sobre sus extremidades, nadó hasta la superficie para agradecer a su salvadora.

- ¿Pero qué intentabas criatura? – inquirió la tortuga.

- Fluir, creo...

- ¿Y quién te explicó que fluir es dejarse llevar y estar a merced del primero que pase?

- En realidad, nadie me lo explicó. Lo deduje yo mismo, siempre fui más de nadar a contracorriente.

- Pues has de saber que fluir no es permitir que el río te arrastre… Fluir tiene que ver con utilizar la fuerza del río para tus propósitos. Aunque “utilizar” tampoco sería correcto… más bien seria “fundirte” con ella. – Leo miraba a la tortuga con extrañeza.-  Chico, ten esto claro porque es el medio en el que debes existir, esperemos que por bastantes años y como sigas así… – Y con una mirada socarrona, la tortuga se alejó de la orilla, sin esperar a que Leo le diera las gracias.

El mismo empeño que Leo había puesto en nadar aguas arriba, lo empleó, desde entonces, en entender el curso de la corriente. Experimentó la diferencia entre corrientes frías y cálidas, fundiéndose con unas si el tramo que recorría era de su agrado o con otras, si era un coto de pesca que convenía cruzar a toda prisa. A veces, se unía a otros bancos de peces si iban en su misma dirección y ofrecían buena conversación. Y cuando había de atravesar un cenagal, evitaba la vegetación inerte haciendo suya la fuerza de la corriente y culebreando con ella.  Leo iba sintiendo como el agua cambiaba de textura. Al principio, la sensación resultó incómoda pero, según se fue acostumbrando, comenzó a resultarle cada vez más auténtica, más plena, hasta llegar un momento en que por nada volvería atrás.

Las lindes del río fueron disolviéndose y frente a Leo se abrió un espacio que se diría infinito, lleno de fuerza y vida. Leo experimento una dicha y plenitud como nunca había sentido pues, después de tan larga travesía,  se encontraba frente a aquello de que muchos le hablaron y él se resistía a creer. Leo había llegado al Mar. 

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