domingo, 20 de enero de 2013

LA PARADA DE NAVED (II)

(continuación... viene de la entrada anterior)

SEGUNDA PARTE:
Los días de Naved, convertido en piedra por el demonio, transcurrían observando el tránsito del camino y sufriendo en silenciosa desesperación. ¿Qué no hubiera dado por poder compartirla con alguno de los numerosos viajeros que cruzaba por delante suyo?  Rumiaba un profundo desprecio hacia sí mismo por su incapacidad para valorar los dones de la vida; e incluso las circunstancias más adversas se le antojaban preferibles antes que aquella cadena perpétua de hieratismo.  Naved sentía envidia de la humanidad toda, no importa cual fuera su sino: incluso esclavos o leprosos se le antojaban más afortunados que él.

Había un muchacho que recorría el camino y, de cuando en cuando, se detenía un rato a mirar a Naved. Aquella parada y la mirada inquieta de aquel joven le llevaron a imaginar que, tal vez, poseyera el don de percibir su alma más allá de la coraza de piedra. Pero, tras unos minutos de inspección, el chico siempre proseguía su marcha.

Una mañana, el muchacho se detuvo más tiempo de lo habitual. Permaneció sentado un buen rato al otro lado del camino con la mirada fija en la piedra hasta que se decidió a acerarse y con la palma de la mano golpeó un par de veces sobre la roca. El gesto le trajo recuerdo de cuando un buen amigo nos palmea la espalda para infundirnos ánimo. Si la piedras tuvieran lacrimales se hubieran inundado con aquella sensación, pero a Naved ni siquiera le era dado llorar.

Al día siguiente, el muchacho regresó sobre un carromato tirado por bueyes y acompañado de un hombre que por edad podría ser su abuelo.  Ambos observaron la piedra largo rato, rodeándola y golpeando desde diferentes flancos.  El anciano asintió y los dos se pusieron a la tarea. Empuñando azada y pala, comenzaron a retirar la tierra de la base donde se apoyaba la roca y cuando hubieron removido una buena cantidad de terreno, ayudándose de una palanca y no sin esfuerzo, cargaron el pedrusco en el carromato y partieron con él.

Llegaron con la noche a una granja  y aparcaron el carromato en lo que parecía un granero en que la oscuridad apenas permitía vislumbrar nada.  Naved no lograba explicarse lo que se proponían y pasó las horas temiendo que le abandonaran en aquel lugar, donde ni siquiera tendría como entretenimiento el transcurrir del camino.

Con la luz de la mañana, Naved comprendió que no estaba solo. Diferentes piedras le rodeaban, unas terminadas, otras a medio tallar con las más diversas formas: al fin entendió que aquel almacén servía de taller a un escultor.

Por algún motivo el anciano se afanó en su tarea con Naved y durante las siguiente semanas, solo trabajó aquella piedra, relegando el resto de obras inconclusas. Al principio, Naved sintió miedo al ver aproximarse a aquel hombre, martillo y cincel en mano, pero su temor se esfumó al comprobar que los golpes, que iban desgajando la piedra, no tenían otro efecto que el de un ligero roce sobre su antigua piel que tanto añoraba. La curiosidad corroía a Naved pues se preguntaba por la forma que le estaría dando el infatigable escultor.

Una mañana la luz que se colaba al abrir el almacén iluminó, no a uno, sino a dos hombres. El anciano venía acompañado y ambos se apostaron frente a Naved. El otro individuo se mostró satisfecho, aunque hizo un par de indicaciones que el escultor cinceló en el acto. Cerraron el trato estrechando las manos, el tipo extrajo de su bolsa una decena de monedas que entregó al escultor y fue entonces cuando Naved reparó en que el comprador ¡era el mismo comerciante de telas causante de su ruina!

(este cuento continuará...)

martes, 15 de enero de 2013

LA PARADA DE NAVED


Cuando Dios creó los átomos, les concedió el don del movimiento, de la inestabilidad. Lo hizo así porque decretó que la primera Ley del Universo sería el Libre Albedrío y este no es posible en un cosmos cuya materia prima fuera inerte. Hay gente que no entiende esto, pero si no existiera el Cambio Perpetuo tampoco existirían la danza celeste, las estaciones, los estados de ánimo o  la Libertad...

PRIMERA PARTE:
Tal era el caso de Naved, un próspero empresario que había conseguido amasar su fortuna empezando desde lo más bajo del mercado de abastos.  Hijo de familia muy pobre, el tesón de Naved le valió un merecido prestigio de trabajador infatigable, cuando descubrió que, si madrugaba y se acostaba muy tarde, podía comenzar su jornada como aprendiz del panadero y terminar sirviendo refrigerios en la tetería al final del día. De este modo, Naved se embolsaba dos sueldos: uno, que empleaba en su manutención y un segundo, que guardaba esperando la oportunidad de negocio apropiada. Acostumbrado a vivir en las callejuelas entre las distintas paradas, indagaba qué clase de negocio le proporcionaría mayores beneficios. Ya desde niño, advirtió que no había emprendedores más prósperos que aquellos que traficaban con objetos suntuarios, donde el precio se ve liberado de atender a una necesidad y campa a su antojo por la senda del deseo.  Lo superfluo era una mina donde el beneficio se disparaba en función de las expectativas que el vendedor fuera capaz de crear. Colgantes rematados con piedras preciosas, especias traídas de latitudes exóticas o estampados de reputados artistas, ofrecían un margen mucho mayor que los cereales la fruta o el pescado. Así cuando Naved conoció en la tetería al dueño de un taller, le propuso ocultar la procedencia de las telas que este producía y él se ocuparía de moverlas y generar demanda.

Dicho y hecho. Bastó con enviar varias muestras a la esposa del cónsul, explicando la historia de un misterioso monasterio, allende la frontera, donde unos monjes tejían entre canticos y plegarias, para que todas las mujeres del poblado se agolparan en el puesto de Naved.  Las ventas se dispararon en cuanto se corrió la voz de aquellas telas de características casi mágicas que fabricaban unos monjes lejanos. Naved pudo, por fin, abandonar la barraca donde vivía  por, primero, una casa decente y después, una finca con decenas de hectáreas de estanques y frutales. Tal eran las cosas que Naved llegó a un acuerdo, que al fabricante le pareció muy generoso, para adquirir la fábrica y así controlar todos los eslabones del proceso. La dicha había llegado a la vida de Named después de años de esfuerzo. Al tiempo ya no poseía uno, sino varios telares y de la mano de tanta prosperidad llegó una esposa tan bella como jamás habría deseado.

Sin embargo, una mañana en un recodo del mercado, se apostó un comerciante recién llegado y extendió sus paños. En principio, aquel tenderete no causó gran expectación, pero cuando una mujer deslizo su mano por la suavidad de aquellas telas, corrió la voz entre sus amigas que acudieron en tropel a comprobar las virtudes del nuevo comercio. La textura y el brillo de aquellos tejidos no ofrecían comparación con nada que hubieran conocido hasta el momento y los precios ¡qué precios! Las clientas podían permitirse dos y tres vestidos por la cantidad con que antes apenas alcanzaba para uno. El negocio de Naved comenzó a peligrar y este se vio obligado a bajar tarifas, desdiciéndose en su discurso de que ya ofrecía su producto al precio mínimo y que en algunos casos perdía dinero solo para lograr la satisfacción de sus clientes. Al tercer mes, los gastos ocasionados por el mantenimiento de varias fábricas, la finca y dos niños, en principio llegados a colmar de alegría el hogar de Naved, hicieron la situación insostenible. Naved trató de pactar con su competidor pero este se negaba a revelar la procedencia de sus telas. Los obreros del taller, agotados por la situación de insolvencia se presentaron en la finca y ante la negativa de Naved de hacer efectivos sus jornales, arrasaron su hogar, cobrándose el salario en especie.  La mujer, angustiada por los llantos de sus retoños, anunció su retorno al hogar paterno donde, al menos, a los niños no les faltaría de comer.

Naved estaba desesperado, y cuando paseaba por el pueblo o entraba a la tetería la gente murmuraba y le señalaba.  Al no poder soportar su orgullo semejante agravio, decidió marcharse a otro lugar, maldiciendo su suerte. Naved se volvió arisco y desabrido y abandonó toda esperanza de prosperar. De tal modo, el que fuera infatigable trabajador, se volvió incómodo para los patrones que se arriesgaban a contratar a aquel tipo sucio y mal encarado. Cada noche, cuando se acostaba, mirando al cielo maldecía a Dios por haberle arrebatado todo, apenas comenzaba a acariciarlo.

Maldecía y maldecía, hasta que una noche un demonio reparó en su desesperación y se apareció a Naved. Este le expuso el pesar que le había ocasionado su ruina y sus anhelos de un mundo en el que las cosas no cambiaran, fueran estables y solidas y un hombre pudiera vivir sin que el futuro le perturbara. El demonio se dijo conmovido y con la potestad de cumplir los deseos de Naved. “Vete a dormir y a la mañana, tus sueños serán cumplidos. A cambio solo te pediré tu alma”. “Mi alma: no la quiero para nada. Nuca la he visto, ni me ayudó en los malos momentos. Tómala, si ese es el precio”, respondió Naved.  El diablo sonrió y se esfumó agitando la cola.

Naved durmió muy profundo esa noche y a la mañana siguiente, cuando despertó se encontró inmóvil. Trató de estirar sus brazos y piernas pero estos no respondían, tampoco sentía el rocío de la mañana que tanto le incomodaba, ni la brisa que, le empujaba a ponerse en marcha para entrar en calor. El demonio había transformado a Naved en una roca. Un enorme bloque de piedra situado al borde del camino, condenado a pasar el resto de sus días preso de la quietud: anhelando que un pájaro se posara sobre su superficie para sentir algo semejante a una caricia o que un comerciante se guareciera a su sombra, recordándole lo mucho que echaba de menos volver a tener amigos.

(este cuento continuará…)

jueves, 10 de enero de 2013

SALIRSE DEL SENDERO


Nico llevaba demasiados años transitando el sendero.

El sendero es una línea recta  tan laaaaaaaarga que se diría infinita.  El paisaje en los márgenes del sendero es desolador: hectáreas y más hectáreas de tierra seca que están ahí como un recordatorio de que no existe otra opción que seguir adelante. Para animar al caminante,  a cada tramo, hay carteles que recuerdan el destino del sendero: ora un hogar, ora un trabajo estable o automóviles  que harán mucho más liviano lo que reste de sendero.

Nico iba cargado de una mochila que alguien le entregó hace tanto tiempo que ni siquiera recordaba ya qué contenía. La mochila se le hacía muy pesada, especialmente en los días de viento: un aire huracanado que cruzaba el sendero, empujando a Nico hacía el lindero de tierras baldías. Entonces Nico tenía que realizar un enorme esfuerzo para mantenerse en su camino y aferrándose con fuerza a las cinchas de su mochila, apretaba los dientes y continuaba, afianzando  cada paso para no ser arrastrado por el aire.

Cada cierto tramo, Nico encontraba un área de descanso. Allí, departía con otros peregrinos y elucubraban acerca de lo dichosas que serían sus vidas cuando completaran el recorrido. Pero, cada vez con más frecuencia, a Nico se le hacía difícil retomar el camino y a las pocas jornadas de haber repuesto fuerzas volvía a encontrarse agotado.

Era el caso de la mañana en que el viento sopló con especial intensidad. Nico trató de resistirse, aferrándose, una vez más, a su mochila; como si el peso de esta pudiera servir de asidero al que agarrarse para no ser arrastrado. Pero aquel día de nada valió. El viento levantó a Nico del suelo, lo zarandeó hasta la nausea y después de arrastrarlo por los aires, volvió a depositarle a nunca sabremos cuanta distancia del sendero. En mitad de la nada.

Nico estaba desorientado y aterrorizado en mitad de aquella tierra sin ningún punto de referencia. Avanzaba en la dirección que le parecía, aunque al final de cada jornada tenía la sensación de haber caminado en círculos. Y cada mañana, cargaba de nuevo, con su mochila  y acometía la tarea de volver a andar por una suerte de supervivencia inercial. 

El terreno era seco , el agua comenzaba a escasear y como Nico no recordaba lo que contenía, decidió inspeccionar su mochila. Al fin y al cabo, pesaba tanto que no sería extraño que contuviera algo de líquido en una cantimplora. Deshizo el nudo que cerraba el petate y al inspeccionar su contenido, cual no fue su sorpresa al comprobar que ¡llevaba todos aquellos años cargando piedras! Una docena de estúpidas y pesadísimas piedras. Nico decidió abandonarlas allí mismo pero, por absurdo que parezca, las piedras parecían mirarle. Caminaba alejándose de su carga y sin embargo resultaba como si las piedras le susurraran “No nos abandones aquí”. Entonces Nico entendió que cualquier otro viajero desorientado podría encontrarlas y decidir cargar con ellas y regresó donde las había dejado. Con la sola ayuda de sus manos escavó un agujero en el suelo donde depositó sus piedras, les dio las gracias por haberle fortalecido durante aquellos años y las cubrió de arena.

A pesar de haber aligerado su carga Nico seguía sintiendo sed y cuando caía la noche y la oscuridad le envolvía, Nico tenía miedo. En sus sueños aparecían cientos de seres desconocidos avanzando hacia su cuerpo dormido e indefenso y despertaba varias veces cada noche agitado y presa del pánico. Entonces, desvelado, escuchaba los sonidos de la noche y echaba de menos la seguridad del sendero.  Pero regresar no era ya una cuestión de voluntad o de valor, dado que se encontraba perdido y no sabía como hacerlo.

Sin embargo, una noche, cuando intentaba descansar tras otra dura jornada caminando por el desierto, Nico se despertó y en lugar de asustarse por aquel ruido inquietante, decidió encararlo. Era como un murmullo que parecía susurrarle y Nico decidió que no quería seguir viviendo en el miedo. Deseaba, más que nada en la vida, poder descansar tranquilo y que el sueño se convirtiera en el espacio reparador que debía ser. Era una noche muy cerrada de modo que Nico se armó de valor y, a tientas, avanzó guiado por aquel sonido que iba aumentando según se aproximaba a la fuente. Le temblaba cada una de sus extremidades pero, cuando quiso darse cuenta, Nico se halló sumergido en el agua de lo que se intuía un arroyo. Un agua limpia y fresca, como siempre imaginó que debía saber el agua.  Acunado por el fluir del arroyo, Nico se derrumbó y descansó en la orilla hasta bien entrada la mañana.

Al despertarse el sol iluminaba los contornos del escenario donde se había desarrollado su noche oscura: a ambos lados del arroyo, la vegetación florecía exuberante, compuesta por numerosos frutales y otros árboles de penetrante belleza que servían de hogar a aves que con sus trinos saludaban al nuevo día.  Nico pensó que aún se hallaba soñando. Tras tantos años de vagabundeo, de repente, supo que ya no tenía que seguir caminando o que si lo hacía, sería por cambiar de aires o en busca de nuevos frutos con los que enriquecer su dieta. Nico experimentó una oleada de inmensa alegría y felicidad hacia cuanto le rodeaba y dio las gracias al viento, a las piedras, al desierto y al sendero que de un modo u otro, habían conspirado para llevarle hasta allí.