martes, 29 de octubre de 2013

"SANGUIJUELA" MORGAN

Violentos saqueos, terribles violaciones y cruentos asesinatos jalonaban la reputación del más sanguinario de cuantos piratas surcaron las Antillas. Su sola mención provocaba temblor en el capitán más aguerrido, pero apenas nada se conoce de los avatares acontecidos durante la infancia de Morgan.  Aunque conviene recordar que ningún niño nace malo.


Los rumores hablaban de un crío subastado por sus padres al primer postor, que creció  sirviendo en los peores galeones y seccionó la garganta de un patrón que intentó abusar de él, obteniendo así el mando de su primera embarcación: una modesta fragata que capitaneó, con firmeza, a la temprana edad de trece años. Muchos recorrieron la quilla hostigados por su espada, decenas de navíos se hundieron tras su asedio y otros tantos fueron desvalijados sin dejar otro testigo que las gaviotas.

No es de extrañar el apodo de “Sanguijuela Morgan” que el pirata aceptaba con orgullo, aunque este le condenara a una existencia solitaria: Protegiéndose de los numerosos enemigos que sus asaltos le habían granjeado y desconfiando de sus pocos amigos pues suponía que solo el interés les movía.

Golpe tras golpe, Morgan amasó tal fortuna que no sabía qué hacer con ella y una de sus frecuentes noches de borrachera, aceptó la invitación de un armador e invertir en la construcción de navíos.  Toda vez era socio, quiso conocer los entresijos del negocio e ideó que, en lugar de las costosas importaciones de madera de cedro, podrían fabricar con maderas de árboles de crecimiento rápido, procedentes de comarcas cercanas. Aquella idea impulsó la naviera y aunque sus barcos no gozaban de buena reputación, sus precios multiplicaron las ventas al punto de que Morgan decidió abandonar, para siempre, el oficio de pirata.

Reconvertido en próspero empresario, Morgan planeó su siguiente paso: establecerse y contraer matrimonio. Adquirió una finca de cientos de hectáreas y pagó al jefe de una tribu, la dote de una princesa india de ojos esmeralda. Sin embargo, su matrimonio no era dichoso pues su esposa no se acostumbraba a los modos de la ciudad, echaba de menos a los suyos y se resistía a entregarle un heredero.  Por todo recurso, Morgan colmaba a su princesa de bienes: joyas, vestidos y zapatos, cuando lo que ella anhelaba era bailar descalza con los de su tribu.

Una noche, la tragedia irrumpió en el hogar de Morgan.  Tras una vida de asesinato y latrocinio, le sobraban enemigos y uno de ellos penetró en su vivienda con objeto de ejecutar la venganza contra aquel que había arruinado su vida.  Sigiloso subió las escaleras, entró en la habitación de la esposa y atravesó su yugular a golpe de cuchillo, con la misma impiedad que Morgan al hundir su navío. Acostumbrado a dormir un sueño ligero, los movimientos del intruso alertaron al pirata que, empuñando su espada, salió del dormitorio, encontrando al intruso con las manos aún teñidas de sangre. Morgan no tardó un segundo en entender lo sucedido, atravesando con su espalda al asesino en un acceso de ira.

Morgan pasó las siguientes semanas preso de la desolación y el tormento: ¿Cómo se podía haber descuidado hasta tal punto? Su carácter, ya desconfiado, se acentuó y decidió que tierra firme no era lugar para un pirata, ni siquiera retirado. Preparó uno de sus barcos dispuesto a fijar residencia en alta mar, de donde solo regresaría para atender sus negocios. Así resultaría difícil cogerle desprevenido. Reclutó una tripulación compuesta de siervos y prostitutas pues no deseaba volver a sentir afecto hacía ningún otro ser humano.

Así pasaba Morgan sus días entregado a una constante bacanal que solo interrumpía, por momentos, para otear el horizonte en busca de asaltantes. Su vida carecía de más propósito que  escapar de la tristeza provocada por los acontecimientos recientes. Pero un día estalló una terrible tormenta: un aguacero acompañado de fortísimos vientos que zarandearon la embarcación hasta quebrar aquel barco construido con madera barata. La tripulación se apremió a huir a bordo de los botes salvavidas pero, al estar armados en el mismo material, no fueron capaces de enfrentar las violentas embestidas del mar, quebrándose en mil astillas. Morgan trató de bracear pero se hallaba lejos de la costa y con el oleaje embravecido, al cabo, desfalleció. Mientras se hundía en el océano, miraba como la superficie se difuminaba en un punto de luz cada vez más oscuro, cuando algo irrumpió en su campo de visión: una figura humana con cola de pescado. Una sirena avanzaba serpenteando hacia Morgan y cuando estuvo lo suficiente cerca, atrajo su rostro y le besó en la boca. Morgan experimentó la sensación de que podía respirar bajo el agua, justo en el instante en que perdía el conocimiento...

Se despertó en una cueva submarina  rodeado de sirenas y tritones que nadaban agitando sus extremidades. Morgan desconcertado preguntó acerca de quiénes eran.

- Somos los huéspedes del mar. Seres que huimos de la tierra firme como tú.... En cierto sentido, somos tus hermanos en la desgracia. Exiliados de tierra firme, no podemos ya volver allí pues nuestros cuerpos han cambiado como lo hará el tuyo si decides permanecer entre nosotros…

Aquellos seres de leyenda ofrecían a Morgan la posibilidad de acogerle y vivir con ellos: tan solo tenía que verbalizar su deseo, dado que el proceso solo se iniciaba a petición del interesado y una vez comenzado no tenía vuelta atrás. Morgan solicitó una noche para meditarlo. Se sentía confuso y no quería tomar una decisión en aquel estado. Las sirenas accedieron a la petición y Morgan se alejó paseando por el fondo marino hasta una roca junto al arrecife coralino.  

De una parte furioso con aquel mundo que le había negado toda posibilidad de redención, de otra se le antojaba irreal aquella existencia subacuática que le ofrecían... Tan absorto se encontraba en sus disquisiciones que no advirtió que alguien se aproximaba por su espalda, hasta que estuvo tan cerca que podía tocarle. Sobresaltado, Morgan giró sobre si mismo y encontró a la misma sirena de cabello rojizo que le había rescatado de una muerte segura.

- Morgan- dijo la sirena- no permanezcas entre nosotros.

- ¿Por qué dices eso, sirena?

- Hay algo que mis hermanas no te han contado y es que, a cambio de permanecer aquí, perderás, definitivamente, tu corazón.

- ¿Mi corazón? ¿Y para qué querría esa víscera inútil que no me ha ocasionado sino sufrimiento?

- Lo sé, Morgan, todos los que terminamos aquí vinimos porque, en un momento, decidimos renunciar a los dolores que nos infringía el nuestro. Sin embargo, no nos avisaron es que una vez renuncias a tu corazón, también se pierde la alegría, la sorpresa, el amor... condenándonos a una existencia grisácea y vagabunda bajo las aguas….

- No conozco otra clase de vida que la que lleva aparejados el dolor y sufrimiento, ¿por qué querría continuar con ella?

- Porque no es cierto que no conoces otra vida, Morgan. Todos los seres que habitan el mundo tienen el recuerdo de una vida mejor. Unos son capaces de alcanzarla, otros no.

- ¿Qué quieres decir sirena?

-¿Acaso todos tus crímenes, tus negocios, tus ansias de poder no eran un modo de conseguir el aprecio y respeto de tus semejantes? ¿Acaso no repartías el botín entre tu tripulación?¿Acaso no pagaste el jornal a los obreros de tu naviera y colmaste de regalos a tu esposa? En realidad, solo buscabas su cariño pero te equivocaste en el modo de obtenerlo. Siendo niño nadie supo explicarte cuál era el camino para lograrlo… y te dedicaste a impresionar al prójimo, a unos a través del miedo a otros colmándolos de bienes hasta enterrarlos en oro. Ninguno de esos dos era el camino...

- ¿Y cuál es el camino?- interrumpió.

- El amor, Morgan.

- ¡Paparruchas!- replicó el pirata-. El amor es un invento para seducir doncellas románticas.

- No me refiero a esa clase de amor exactamente. Se trata de amar al prójimo sin esperar nada de él. Ahí reside la esencia del verdadero amor. Ya es tarde para mí pero, observando desde aquí abajo,  he aprendido a mirar más allá de las apariencias… y descubierto que hasta en el interior del más feroz de los piratas, late un corazón herido cuyo dolor le empuja a comportarse como una bestia, impidiéndole alcanzar su autentico poder.

Las palabras de la sirena resonaron dentro del pirata, mientras esta se alejaba nerviosa, pues había revelado más de lo que estaba permitido, dejando a Morgan sumido en una confusión total…

El mar peinaba la playa con fuerza aquella mañana, cuando algo emergió entre las olas. Empapado, exhausto y tembloroso, avanzó hacía la orilla hasta derrumbarse en la arena. Morgan no estaba seguro de haber acertado en su decisión pero iba a concederse una nueva oportunidad. Por primera vez en su vida estaba actuando desde el corazón. El por qué, tras toda una vida de recelo, había decidido confiar en las palabras de aquel ser con cola de pescado sería el misterio que le acompañaría por el resto de sus días...

domingo, 9 de junio de 2013

EL DESPRECIO DE SI

Al amanecer, desde lo alto, la nota SI observaba con desdén a sus compañeras, preguntándose qué hacían el resto de notas desparramadas por las filas más bajas del pentagrama.

“¿Cómo pueden vivir así?”- se interrogaba- “¿No perciben que se puede subir tan alto como yo? ¿No echan de menos la enorme belleza que se contempla desde aquí?” Y proseguía, irritada: “¡Mira la haragana de DO que camina todo el día con los pies a rastras! O FA que se cree el no va más por sonar sobre tres notas. ¡Si tuviera la oportunidad de vislumbrar, por un momento, todo lo que tiene por encima se iba a llevar un buen chasco! Y qué decir de mi vecina, LA: apunta maneras pero  tiene tanto que aprender antes de sonar como yo ¡menuda presumida!”

Día tras  día, la nota SI mascaba el desprecio hacia sus compañeras y este se disparaba cuando el violinista interpretaba la partitura que componían: “Pero qué tosquedad la de DO, qué anodino RE, qué vulgar resulta MI, qué engreída FA, qué inmadura esa SOL…” Llegó a detestar tanto al resto de notas que deseaba su extinción.

Y así, un día, sucedió…

Fulminadas por el desprecio de SI, la partitura quedó reducida a una infinita sucesión de si misma que, al ejecutarse, solo lograba, primero, aburrir y después, irritar. Tras un par de conciertos en los que tan solo cosechó abucheos, el violinista desechó la partitura encerrándola en un cajón.

Desterrada en la oscuridad, la nota SI se sintió tan sola y abandonada que comenzó a recordar a sus compañeras: aquellos chistes gruesos de DO que, aunque no quisiera reconocerlo, le hacían reír entre dientes; la entrega de RE: siempre dispuestas a salvar hasta la peor interpretación; el modo en que la alegría de MI se contagiaba al resto de la escala; e incluso, la presunción de FA que lograba sacar todo el partido de sus escasos recursos… 

La añoranza de SI se transformó en llanto. Tal cantidad de lágrimas que empaparon la partitura y al ser descubierta por la doncella pensó que su señor, en un descuido, había vertido líquido encima de la misma.  Y para evitar que se estropeara la tendió a secar.

Los primeros rayos del sol albergan sus más mágicas cualidades y al ir secando las lágrimas de dolor de SI, fueron restituyeron la partitura original. Cuando el violinista amaneció, al encontrar la partitura, la leyó curioso pues aquella obra no le resultaba ajena. Tatareo la composición y decidió que tal era la pieza que buscaba para abrir su próxima actuación. Y SI concluyó que nada se podía lograr en esta vida sin el concurso y la variedad del resto de la escala.


Una ligera lluvia salpicó las notas que se interrogaban extrañadas acerca de tan extraño fenómeno: eran lágrimas de SI, de felicidad esta vez, sí.

lunes, 27 de mayo de 2013

EL JUEGO CÓSMICO


De improviso, un día descubres que el mundo no es sino un inmenso jardín de juegos. Existe un premio llamado Felicidad y el Juego Cósmico consiste, precisamente, en descubrir cuáles son las reglas del mismo.  Las emociones son pistas que nos avisan si estamos avanzando en el tablero y todas se pueden reducir a dos: amor y dolor.  Aquellos capaces de trasmutar lo segundo en lo primero  ganarán su partida.

miércoles, 24 de abril de 2013

ARDOR GUERRERO

Como cada noche, Johan permanecía sin conciliar el sueño, tendido sobre el jergón con el cuerpo dolorido tras otra extenuante jornada en la forja. Observaba las estrellas a través de la oquedad que hacía las veces de ventana, anhelando un destino mejor.

Hace lustros se prolongaba la contienda en la frontera y como el resto de habitantes del reino, Johan vivía entregado a proveer a las milicias de lo necesario para detener al invasor. Su jornada comenzaba al alba y se repartía entre cargar fardos de mineral, trabajar en la fundición y golpear el yunque para la forja de armas y pertrechos. Otros, como su hermana Hëlda, sembraba y cultivaba los campos de donde se extraía el sustento de los soldados.  Ninguno de los ciudadanos recordaban ya otra vida que no fuera la de entregar sus fuerzas a la causa.

El deseo atormentaba a Johan, noche tras noche, pues sentía como su ardor guerrero se desperdiciaba en el taller. Una y otra vez, regresaban sus sueños de entrar en liza, lanzarse contra el enemigo y repartir estocadas a diestra y siniestra, acabando con una docena de invasores en cada lance. Sin embargo, el ejercito estaba reservado a los de otra clase. Los mejores hijos de la burguesía y la aristocracia que, tras años de entrenamiento en la escuela militar, eran enviados al frente de donde regresaban, en loor de multitudes, tras cada campaña.

Una mañana que encomendaron a Johan cargar el carro de intendencia que partiría, este no pudo resistirse al impulso de ocultarse entre los sacos de cereal y viajar hasta el frente, seguro de que, una vez allí, lograría camuflarse entre las tropas y participar en la contienda.

El camino fue largo y Johan soñaba con empalar y decapitar a aquellos que tanto dolor y desgaste estaban infringiendo a los suyos; salir de bambalinas y encarar el papel protagonista en aquel drama.

El carro se detuvo, al fin, pero, oculto donde estaba, Johan no atisbaba el fragor de la batalla. Escuchó silbos de aves en vez de golpes de acero y percibió aromas frutales en lugar de olor a pólvora. Curioso, Johan se asomó esperando encontrar el campamento militar y tal fue su hallazgo, aunque no del tipo esperado:

Al resguardo de las montañas, los jóvenes militares llevaban una vida apacible y deleitosa, practicando las más diversas disciplinas, entre las que destacaba tenderse al sol, libando destilados, fruto de la fermentación de los cereales que recibían de su pueblo.  Aquello debía ser un área de descanso donde los militares reponían fuerza tras duras jornadas en liza, pensaba Johan. Pero todas sus justificaciones se rindieron al encontrarse con una hondonada, casi repleta de armamento y escudos, donde se oxidaba el arsenal que el pueblo había estado produciendo por décadas. Uno de los jóvenes del campamento volcaba allí la última remesa de venablos recién forjados. Johan atónito entendió, al fin, que no se libraba guerra alguna y que habían sido engañados por ciudadanos de su misma ley. Envenenado por el miedo,  el pueblo había entregado sus vidas a una causa inexistente.

La reacción visceral de Johan fue la venganza pero, tras el primer impulso, valoró sus posibilidades de pelea, inerme, frente a varios centenares de soldados que, si bien ebrios, a buen seguro lograrían reducirle.  Resultaba más cabal partir y desvelar el secreto al resto de la población.

Así, tras varias jornadas a pie por la campiña, Johan alcanzó la ciudad y erigiéndose primero en pregonero y después en líder despertó a la insurgencia. La revuelta fue fugaz, pues un ejercito desfondado, tras décadas de holganza, apenas pudo contener el primer envite de la turba contra unos gobernantes que habían vivido  demasiado tiempo sustentados por la mentira.

miércoles, 10 de abril de 2013

LOS TEMORES DEL NÓMADA

Habían pasado tantas jornadas peregrinos en busca de un lugar donde asentarse, que los nómadas apenas recordaban cuando partieron en pos de la tierra propicia.

La noche iba cayendo al ritmo que marcaban sus pisadas, cuando uno de los caminantes señaló un valle emergente en medio de la tierra hostil. Aquella hondonada ofrecía todo lo que, durante años, habían buscado: un bosque donde extraer la madera de sus futuros hogares, un manantial de agua limpia que canalizar y una tierra con los recursos suficientes para establecerse después de años  de trashumancia. Los nómadas entonaron vítores, saltaron y se abrazaron celebrando el final de su larga travesía. No obstante, el líder de la tribu decidió que el descenso era demasiado peligroso como para enfrentarlo de noche. “No arriesgaremos nuestras vidas por pasar nuestra última noche al raso.”

Mientras preparaban el campamento y alimentaban la fogata que les guarecería del frío, se hizo un incómodo silencio. El júbilo inicial tornaba en un murmullo meditabundo en que las dudas de cada cual comenzaron a aflorar. “¡Después de todo lo  andado, aún nos queda descender la escarpada pendiente hasta el llano!” se quejaba uno. “¿A qué clase de amenazas nos tocará enfrentarnos ahora para defender un terreno tan codiciado?” opinaban otros. “Preparar la tierra, sembrar, cultivar y recolectar para que al final llegue una ventisca, arruine las cosechas y muramos de hambre” rumiaban los demás.  “Quizás sería mejor continuar caminando hasta encontrar otro lugar más adecuado”. El jefe observaba la escena en la distancia, pesaroso al comprobar que sus temores se confirmaban. Finalmente, cuando el murmullo se hizo ensordecedor, alzo la voz por encima de su tribu:

“Hermanos, habéis sido valientes caminando hasta aquí.  Vuestro cuerpo se ha fortalecido en la adversidad del camino y vuestro espíritu ha cultivado la paciencia, la perseverancia y la abnegación a cada paso. Pero recordad que cuando nos aferramos demasiado a las virtudes, estas se convierten en pecados. Ahora nos hallamos ante nuestro futuro poblado, del que os corresponde disfrutar por derecho pero, antes de entrar, os voy a exigir una condición. Todo el que decida franquear su entrada, ha de abandonar allí el peor de los temores del nómada: el miedo a encontrar lo que buscamos”.

lunes, 18 de marzo de 2013

EL CAZADOR DE MILAGROS


El Conde Alarich, agonizando en su lecho con su mayordomo por único testigo, experimentaba un oceánico sentimiento de fracaso.

Siendo un niño y siguiendo costumbres de la época, su madre le llevó a una vidente para que le leyera el porvenir. La medium desplegó, ceremoniosa, sus cartas sobre el tapete y acarició los naipes para descifrar el mensaje que traían los arcanos. “Dedicarás tus días a buscar los milagros que pueblan el planeta, joven Alarich y serás el mensajero encargado de proclamar a la humanidad que no está sola y perdida como, a menudo, se piensa” dijo la vidente con voz que, a oídos de Alarich, no procedía de este mundo.

El niño, de naturaleza soñadora, pasó su infancia y adolescencia, fantaseando sobre el mensaje de la maga y anhelando el momento de ponerse en macha. En sus largos paseos en soledad por los jardines de la mansión familiar, escrutaba la hierba en busca de gnomos y mientras asistía a sus clases, fantaseaba con la idea de demostrar la existencia de hadas, sirenas y unicornios.

A la edad de veinticuatro años, dio por concluida su formación, preparó el petate y se prometió no regresar hasta haber descubierto todos y cada uno de los misterios de la Tierra. Acompañado de Hans, fiel mayordomo, emprendieron la marcha rumbo a lo desconocido. Atravesaron los valles del norte, donde el sol refulgía en la hierba con inusual belleza, sufrieron los envites del mar embravecido cruzando el estrecho de Bering, convivieron con nativos que no habían conocido otro hombre blanco desde la visita de Orellana y a cada tramo del camino, el misterio se desvanecía: Brujos que anestesiaban a sus fieles para doblegar su voluntad, apariciones que no eran sino elaborados efectos ópticos, monjes que levitaban merced a un sofisticado sistema de correas invisibles, deidades esculpidas en el molde de la ignorancia y el miedo…  Por más kilómetros que recorrían, no hallaban suceso capaz de sostenerse y la fe en el mensaje de la vidente se iba disolviendo en cada nueva etapa.

En una de aquellas jornadas, atravesando los montes Urales, fueron sorprendidos por una terrible ventisca, y aunque lograron completar su recorrido hasta la aldea más próxima, el frío de la helada se había apoderado de Alarich que tiritaba con los labios amoratados.  Alarmado por los temblores y las palabras delirantes de su señor, Hans partió en busca del doctor que confirmó el diagnóstico de pulmonía, contra lo que poco podía hacerse.

Mientras Hans cuidaba de su señor, administrándole caldo y cataplasmas calientes, Alarich observaba como la realidad se desvanecía en un remolino de oscuridad. Cuando perdió toda conciencia de su cuerpo, Alarich  supo de la inminencia de su muerte. Experimentó entonces una súbita visión: Emergiendo de la oscuridad,  un ser que se diría envuelto en un manto luminoso le habló con diez voces.

- Alarich, aún no te esperábamos...

- He fracasado en cuanto me propuse y la muerte es mi mejor consuelo.

- Pero, aún no has completado la misión que tú mismo escogiste...

- La misión es un error. Llevo más de diez años recorriendo el globo, renuncié a mi progenitura, continuar mi linaje y disfrutar de una confortable existencia  para dar tumbos por el mundo y no hallar suceso digno de ser presentado como milagro…

- Vuelve y aprende a mirar, Alarich….

Aquellas palabras resonaron mientras la oscuridad se disolvía, devolviendo a Alarich a su lecho mortuorio donde encontró un centro de magnolias, con que el mayordomo había decorado la estancia. Alarich detuvo su mirada en aquella formación de pétalos y estambres, organizados en perfecta sincronía para la perpetuación de la vida.  Se incorporó y abrió la ventana, tras la cual, el fuerte viento azotaba los abedules, diseminando las semillas que darían continuidad al majestuoso bosque que se exhibía frente a él. El sol comenzaba su jornada, alimentando a todos sus habitantes: Tal vez, no eran sino vulgares ardillas y tejones pero allí estaban componiendo el ciclo infinito a través del que la vida se expresa.  Guiados por un director invisible, diferentes especies de aves iniciaron sus trinos, saludando al nuevo  día con una intensidad que Alarich jamás supo apreciar, obsesionado como estaba, por descubrir seres legendarios.

El mayordomo irrumpió en la habitación con intención de preparar el cuerpo de para los ritos fúnebres y a poco le da un pasmo al encontrar a su señor extasiado frente al ventanal.

- Señor, ¿pero cómo es posible? Anoche certificaron su… defunción.

- Hans, prepara nuestro equipaje. Volvemos a casa.

martes, 12 de marzo de 2013

LAS TRES SEMILLAS


Trasportadas por el viento, tres semillas cayeron en el erial. Enterradas en terreno tan hostil, las semillas se interrogaban por sus posibilidades de supervivencia, tratándose, en cualquier caso, de una empresa ardua y difícil.

Antes de pudrirse de incertidumbre, la primera de ellas decidió germinar. Con mucho esfuerzo surgieron los primeros brotes que, al no hallar sustento en el terreno, perdieron su fuerza; mustiado el arbusto, sirvió de pasto a un rebaño de cabras que cruzaba el valle. 

Visto lo sucedido, la segunda semilla decidió convertirse en un zarzal, que no necesitaba demasiado para crecer y cuyas espinas alejarían a los depredadores. Sin embrago, las aves rehusaron anidar entre sus pinchos y su follaje ausente  apenas ofrecía sombra bajo la que guarecerse.  El zarzal sobrevivió llevando una existencia de resentimiento y soledad.

La tercera contemplaba el destino de sus hermanas, temiendo el momento de aflorar, pero un día pensó: “¿y si en lugar de crecer hacia fuera, lo intento hacia adentro?” Y así se decidió a excavar en el árido terreno.  Al principio resultó muy duro, dado que la tierra era seca y compacta y desgastaba las raíces en su avance. Pero según, se adentraban, el terreno comenzó a reblandecer y humedecerse hasta dar con una corriente de aguas subterráneas. 

El agua ascendió por las raíces y vigorizó la semilla que reunió fuerzas suficientes para emerger convertida en un frutal. Alimentándose de la energía de la tierra se enfrentó a las adversidades del terreno. Los pastores decidieron proteger aquel árbol singular y espléndido para gozar de sus frutos. Y tanto el matorral como la zarza, pudieron disfrutar de la sombra y la compañía de aquella semilla que había optado por crecer hacia dentro antes de hacerlo hacia fuera. 

jueves, 7 de marzo de 2013

EL TAO DEL SALMÓN

Hay salmones que, a fuerza de nadar contra la corriente, olvidan que aquello obedecía a un propósito y que, toda vez cumplido, ya no tiene objeto.  Leo era uno de aquellos salmones que de enfrentarse al río habían hecho su estilo de vida. Cada mañana amanecía con la obsesión de superar un nuevo tramo río arriba y hay que añadir que se trataba de un salmón bastante obstinado. Batía sus aletas, contorsionaba su cuerpo y desalojaba agua con tal denuedo que, en una de aquellas jornadas, quedó exhausto: Con el corazón desbocado, los miembros rígidos y la visión nublada, Leo descendió hasta el fondo del río pensando que había llegado su hora.  Pero, mientras se hallaba yaciente y desfallecido, observó un banco de congrios que circulaba río abajo… Aquellos peces que pasaron sobre su cuerpo, charlando animadamente, hicieron pensar a Leo que, tal vez, no fuera mala idea aquello dejarse arrastrar por la corriente.

“Qué agradable sensación después de tanta pelea…”- pensaba Leo, mientras se dejaba llevar- “…debe ser esto a lo que llaman fluir.” Así pasaba sus días, a merced del rumbo del río, sin oponer resistencia. Perdido el control sobre su rumbo, lo mismo quedaba horas atrapado en un remolino, que disfrutando de la lluvia que, al golpear sobre el agua, era como una suerte de masaje sobre las escamas de Leo…. Tan despreocupado vivía Leo en su nuevo estado que, una tarde, no percibió la carrera de un par de siluros que habían apostado quién llegaba antes al próximo remanso del río. Y en su competición, provocaron tal marea que arrojó a Leo fuera del agua.

El salmón boqueaba sobre un charco, enfrentando una muerte inminente, pues aún serían necesarios muchos años de evolución antes de que sus branquias pudieran asimilar el oxigeno del aire.  Tensaba el cuerpo intentando regresar al agua pero ya agonizaba y las fuerzas le abandonaron.

Una tortuga dormitaba en la orilla y al observar la escena, se acercó y con la parsimonia propia de su naturaleza, comenzó a empujar a Leo hasta el río. El regreso al agua fue como el abrazo de una madre a un hijo tras haberlo perdido. Leo permaneció unos momentos noqueado pero cuando regresó el control sobre sus extremidades, nadó hasta la superficie para agradecer a su salvadora.

- ¿Pero qué intentabas criatura? – inquirió la tortuga.

- Fluir, creo...

- ¿Y quién te explicó que fluir es dejarse llevar y estar a merced del primero que pase?

- En realidad, nadie me lo explicó. Lo deduje yo mismo, siempre fui más de nadar a contracorriente.

- Pues has de saber que fluir no es permitir que el río te arrastre… Fluir tiene que ver con utilizar la fuerza del río para tus propósitos. Aunque “utilizar” tampoco sería correcto… más bien seria “fundirte” con ella. – Leo miraba a la tortuga con extrañeza.-  Chico, ten esto claro porque es el medio en el que debes existir, esperemos que por bastantes años y como sigas así… – Y con una mirada socarrona, la tortuga se alejó de la orilla, sin esperar a que Leo le diera las gracias.

El mismo empeño que Leo había puesto en nadar aguas arriba, lo empleó, desde entonces, en entender el curso de la corriente. Experimentó la diferencia entre corrientes frías y cálidas, fundiéndose con unas si el tramo que recorría era de su agrado o con otras, si era un coto de pesca que convenía cruzar a toda prisa. A veces, se unía a otros bancos de peces si iban en su misma dirección y ofrecían buena conversación. Y cuando había de atravesar un cenagal, evitaba la vegetación inerte haciendo suya la fuerza de la corriente y culebreando con ella.  Leo iba sintiendo como el agua cambiaba de textura. Al principio, la sensación resultó incómoda pero, según se fue acostumbrando, comenzó a resultarle cada vez más auténtica, más plena, hasta llegar un momento en que por nada volvería atrás.

Las lindes del río fueron disolviéndose y frente a Leo se abrió un espacio que se diría infinito, lleno de fuerza y vida. Leo experimento una dicha y plenitud como nunca había sentido pues, después de tan larga travesía,  se encontraba frente a aquello de que muchos le hablaron y él se resistía a creer. Leo había llegado al Mar. 

lunes, 4 de febrero de 2013

LA PARADA DE NAVED (III Y FINAL)

(continuación... viene de la entrada anterior)

TERCERA PARTE:
A los pocos días, acudieron un par de mozos que cargaron la estatua para trasladarla a su nuevo emplazamiento. Aunque es cierto que Naved nunca tuvo una imagen de su aspecto toda vez que el demonio le convirtió en piedra, sentía una intensa curiosidad por saber en qué lo habrían transformado las manos del escultor. Los mozos colocaron la estatua en su nueva ubicación, que resultó ser al borde de un estanque, cuyas aguas reflejaron la imagen de un majestuoso león oteando el horizonte, con la palabra CORAJE escrita en su base.

Y coraje fue lo que necesitó para soportar que aquel estanque, que ahora presidía, fuera uno de tantos que el propio Naved mandó construir para refrescar los jardines de su finca. No contento con haberle llevado a la ruina, aquel comerciante de telas se había apoderado de su propiedad.

El comerciante no solo disfrutaba de éxito en los negocios sino gozaba de lo que parecía una abundantísima familia que había instalado en su residencia. Cada mañana Naved observaba el constante trasiego de personas por su antigua propiedad y la envidia le devoraba al comprobar como el universo entregaba a aquel hombre todo aquello que a él le había arrebatado. La envidia tornaba en ira y Naved soñaba con el día en que esta cuarteara su pétrea envoltura, liberándole para reclamar lo que era suyo. Sin embargo, nada sucedía y Naved desesperaba....

Con los meses, una niña tomó por costumbre acudir cada tarde a leer sus cuentos a la sombra de la estatua del león. Aquello supuso un hito en la monótona existencia de Naved pues la pequeña tenía por costumbre leer en voz alta. Así Naved pasaba los días anhelando que apareciera en la distancia la figura de la niña paticorta que, cojeando, avanzaba hasta alcanzar el estanque donde gustaba leer sus cuentos de aventuras y viajes.

Una tarde en que la niña parecía especialmente agotada, cayó en un profundo sueño en mitad de su lectura. La niña no despertó con el llegar de la noche y Naved comenzó a observar como su cuerpecito comenzaba a tiritar de frío, sin que esto lograra despertarla. El cuerpo y los labios comenzaron a amoratársele frente a la impotencia de Naved que temía por la vida de la niña. La desesperación de Naved obró el milagro y la piedra comenzó a quebrarse liberando la figura de un león de carne y hueso. Saltó de su peana y trató de arropar a la niña, calentándola con su aliento pero la chiquilla no cesaba de tiritar. No quedaba otra que, asiéndola con cuidado, arrastrar su cuerpo hasta la vivienda.

Naved atravesó la entrada principal, sorprendiéndose de lo que encontró en la que fuera su morada. La suntuosa decoración que con tanto esmero había escogido, las lámparas de araña, los lujosos tapices, había desaparecido. En su lugar dos hileras de literas donde, a modo de barracón, dormitaban los habitantes de la finca. Frente a las camas, descansaban multitud de muletas y una enfermera permanecía en vela atendiendo el llamado de los más necesitados. Al fondo, una suerte de zona de trabajo con puestos y telares. Naved lanzó un sonoro rugido al objeto de llamar la atención sobre la niña que tiritaba a sus pies.

El comerciante fue el primero en reaccionar y armado de una garrota saltó del catre y avanzó en pos de la figura imponente del león. Las miradas de ambos se enfrentaron y aunque para Naved hubiera sido sencillo acabar con su rival de un zarpazo, entendió, al fin, que aquel hombre se dedicaba a recoger a desposeídos de la calle, a los que cuidaba a cambio de que trabajaran para él. Tal era el secreto de aquellas telas tejidas con tanto esmero y dedicación con las que le fue imposible competir. Y en un rincón muy íntimo de su ser, Naved experimentó por primera vez en mucho tiempo, tal vez en su vida, la extraña e infinita justicia del Universo.

Naved retrocedió paso a paso, observando por última vez todo aquello que en su día le perteneció y a lo que ahora renunciaba. Recuperada su condición, si no humana, al menos de carne y hueso, desapareció en la oscuridad de la noche dispuesto a no volver a desaprovechar ninguno de los dones que la vida le concedía nuevamente.

domingo, 20 de enero de 2013

LA PARADA DE NAVED (II)

(continuación... viene de la entrada anterior)

SEGUNDA PARTE:
Los días de Naved, convertido en piedra por el demonio, transcurrían observando el tránsito del camino y sufriendo en silenciosa desesperación. ¿Qué no hubiera dado por poder compartirla con alguno de los numerosos viajeros que cruzaba por delante suyo?  Rumiaba un profundo desprecio hacia sí mismo por su incapacidad para valorar los dones de la vida; e incluso las circunstancias más adversas se le antojaban preferibles antes que aquella cadena perpétua de hieratismo.  Naved sentía envidia de la humanidad toda, no importa cual fuera su sino: incluso esclavos o leprosos se le antojaban más afortunados que él.

Había un muchacho que recorría el camino y, de cuando en cuando, se detenía un rato a mirar a Naved. Aquella parada y la mirada inquieta de aquel joven le llevaron a imaginar que, tal vez, poseyera el don de percibir su alma más allá de la coraza de piedra. Pero, tras unos minutos de inspección, el chico siempre proseguía su marcha.

Una mañana, el muchacho se detuvo más tiempo de lo habitual. Permaneció sentado un buen rato al otro lado del camino con la mirada fija en la piedra hasta que se decidió a acerarse y con la palma de la mano golpeó un par de veces sobre la roca. El gesto le trajo recuerdo de cuando un buen amigo nos palmea la espalda para infundirnos ánimo. Si la piedras tuvieran lacrimales se hubieran inundado con aquella sensación, pero a Naved ni siquiera le era dado llorar.

Al día siguiente, el muchacho regresó sobre un carromato tirado por bueyes y acompañado de un hombre que por edad podría ser su abuelo.  Ambos observaron la piedra largo rato, rodeándola y golpeando desde diferentes flancos.  El anciano asintió y los dos se pusieron a la tarea. Empuñando azada y pala, comenzaron a retirar la tierra de la base donde se apoyaba la roca y cuando hubieron removido una buena cantidad de terreno, ayudándose de una palanca y no sin esfuerzo, cargaron el pedrusco en el carromato y partieron con él.

Llegaron con la noche a una granja  y aparcaron el carromato en lo que parecía un granero en que la oscuridad apenas permitía vislumbrar nada.  Naved no lograba explicarse lo que se proponían y pasó las horas temiendo que le abandonaran en aquel lugar, donde ni siquiera tendría como entretenimiento el transcurrir del camino.

Con la luz de la mañana, Naved comprendió que no estaba solo. Diferentes piedras le rodeaban, unas terminadas, otras a medio tallar con las más diversas formas: al fin entendió que aquel almacén servía de taller a un escultor.

Por algún motivo el anciano se afanó en su tarea con Naved y durante las siguiente semanas, solo trabajó aquella piedra, relegando el resto de obras inconclusas. Al principio, Naved sintió miedo al ver aproximarse a aquel hombre, martillo y cincel en mano, pero su temor se esfumó al comprobar que los golpes, que iban desgajando la piedra, no tenían otro efecto que el de un ligero roce sobre su antigua piel que tanto añoraba. La curiosidad corroía a Naved pues se preguntaba por la forma que le estaría dando el infatigable escultor.

Una mañana la luz que se colaba al abrir el almacén iluminó, no a uno, sino a dos hombres. El anciano venía acompañado y ambos se apostaron frente a Naved. El otro individuo se mostró satisfecho, aunque hizo un par de indicaciones que el escultor cinceló en el acto. Cerraron el trato estrechando las manos, el tipo extrajo de su bolsa una decena de monedas que entregó al escultor y fue entonces cuando Naved reparó en que el comprador ¡era el mismo comerciante de telas causante de su ruina!

(este cuento continuará...)

martes, 15 de enero de 2013

LA PARADA DE NAVED


Cuando Dios creó los átomos, les concedió el don del movimiento, de la inestabilidad. Lo hizo así porque decretó que la primera Ley del Universo sería el Libre Albedrío y este no es posible en un cosmos cuya materia prima fuera inerte. Hay gente que no entiende esto, pero si no existiera el Cambio Perpetuo tampoco existirían la danza celeste, las estaciones, los estados de ánimo o  la Libertad...

PRIMERA PARTE:
Tal era el caso de Naved, un próspero empresario que había conseguido amasar su fortuna empezando desde lo más bajo del mercado de abastos.  Hijo de familia muy pobre, el tesón de Naved le valió un merecido prestigio de trabajador infatigable, cuando descubrió que, si madrugaba y se acostaba muy tarde, podía comenzar su jornada como aprendiz del panadero y terminar sirviendo refrigerios en la tetería al final del día. De este modo, Naved se embolsaba dos sueldos: uno, que empleaba en su manutención y un segundo, que guardaba esperando la oportunidad de negocio apropiada. Acostumbrado a vivir en las callejuelas entre las distintas paradas, indagaba qué clase de negocio le proporcionaría mayores beneficios. Ya desde niño, advirtió que no había emprendedores más prósperos que aquellos que traficaban con objetos suntuarios, donde el precio se ve liberado de atender a una necesidad y campa a su antojo por la senda del deseo.  Lo superfluo era una mina donde el beneficio se disparaba en función de las expectativas que el vendedor fuera capaz de crear. Colgantes rematados con piedras preciosas, especias traídas de latitudes exóticas o estampados de reputados artistas, ofrecían un margen mucho mayor que los cereales la fruta o el pescado. Así cuando Naved conoció en la tetería al dueño de un taller, le propuso ocultar la procedencia de las telas que este producía y él se ocuparía de moverlas y generar demanda.

Dicho y hecho. Bastó con enviar varias muestras a la esposa del cónsul, explicando la historia de un misterioso monasterio, allende la frontera, donde unos monjes tejían entre canticos y plegarias, para que todas las mujeres del poblado se agolparan en el puesto de Naved.  Las ventas se dispararon en cuanto se corrió la voz de aquellas telas de características casi mágicas que fabricaban unos monjes lejanos. Naved pudo, por fin, abandonar la barraca donde vivía  por, primero, una casa decente y después, una finca con decenas de hectáreas de estanques y frutales. Tal eran las cosas que Naved llegó a un acuerdo, que al fabricante le pareció muy generoso, para adquirir la fábrica y así controlar todos los eslabones del proceso. La dicha había llegado a la vida de Named después de años de esfuerzo. Al tiempo ya no poseía uno, sino varios telares y de la mano de tanta prosperidad llegó una esposa tan bella como jamás habría deseado.

Sin embargo, una mañana en un recodo del mercado, se apostó un comerciante recién llegado y extendió sus paños. En principio, aquel tenderete no causó gran expectación, pero cuando una mujer deslizo su mano por la suavidad de aquellas telas, corrió la voz entre sus amigas que acudieron en tropel a comprobar las virtudes del nuevo comercio. La textura y el brillo de aquellos tejidos no ofrecían comparación con nada que hubieran conocido hasta el momento y los precios ¡qué precios! Las clientas podían permitirse dos y tres vestidos por la cantidad con que antes apenas alcanzaba para uno. El negocio de Naved comenzó a peligrar y este se vio obligado a bajar tarifas, desdiciéndose en su discurso de que ya ofrecía su producto al precio mínimo y que en algunos casos perdía dinero solo para lograr la satisfacción de sus clientes. Al tercer mes, los gastos ocasionados por el mantenimiento de varias fábricas, la finca y dos niños, en principio llegados a colmar de alegría el hogar de Naved, hicieron la situación insostenible. Naved trató de pactar con su competidor pero este se negaba a revelar la procedencia de sus telas. Los obreros del taller, agotados por la situación de insolvencia se presentaron en la finca y ante la negativa de Naved de hacer efectivos sus jornales, arrasaron su hogar, cobrándose el salario en especie.  La mujer, angustiada por los llantos de sus retoños, anunció su retorno al hogar paterno donde, al menos, a los niños no les faltaría de comer.

Naved estaba desesperado, y cuando paseaba por el pueblo o entraba a la tetería la gente murmuraba y le señalaba.  Al no poder soportar su orgullo semejante agravio, decidió marcharse a otro lugar, maldiciendo su suerte. Naved se volvió arisco y desabrido y abandonó toda esperanza de prosperar. De tal modo, el que fuera infatigable trabajador, se volvió incómodo para los patrones que se arriesgaban a contratar a aquel tipo sucio y mal encarado. Cada noche, cuando se acostaba, mirando al cielo maldecía a Dios por haberle arrebatado todo, apenas comenzaba a acariciarlo.

Maldecía y maldecía, hasta que una noche un demonio reparó en su desesperación y se apareció a Naved. Este le expuso el pesar que le había ocasionado su ruina y sus anhelos de un mundo en el que las cosas no cambiaran, fueran estables y solidas y un hombre pudiera vivir sin que el futuro le perturbara. El demonio se dijo conmovido y con la potestad de cumplir los deseos de Naved. “Vete a dormir y a la mañana, tus sueños serán cumplidos. A cambio solo te pediré tu alma”. “Mi alma: no la quiero para nada. Nuca la he visto, ni me ayudó en los malos momentos. Tómala, si ese es el precio”, respondió Naved.  El diablo sonrió y se esfumó agitando la cola.

Naved durmió muy profundo esa noche y a la mañana siguiente, cuando despertó se encontró inmóvil. Trató de estirar sus brazos y piernas pero estos no respondían, tampoco sentía el rocío de la mañana que tanto le incomodaba, ni la brisa que, le empujaba a ponerse en marcha para entrar en calor. El demonio había transformado a Naved en una roca. Un enorme bloque de piedra situado al borde del camino, condenado a pasar el resto de sus días preso de la quietud: anhelando que un pájaro se posara sobre su superficie para sentir algo semejante a una caricia o que un comerciante se guareciera a su sombra, recordándole lo mucho que echaba de menos volver a tener amigos.

(este cuento continuará…)