jueves, 10 de enero de 2013

SALIRSE DEL SENDERO


Nico llevaba demasiados años transitando el sendero.

El sendero es una línea recta  tan laaaaaaaarga que se diría infinita.  El paisaje en los márgenes del sendero es desolador: hectáreas y más hectáreas de tierra seca que están ahí como un recordatorio de que no existe otra opción que seguir adelante. Para animar al caminante,  a cada tramo, hay carteles que recuerdan el destino del sendero: ora un hogar, ora un trabajo estable o automóviles  que harán mucho más liviano lo que reste de sendero.

Nico iba cargado de una mochila que alguien le entregó hace tanto tiempo que ni siquiera recordaba ya qué contenía. La mochila se le hacía muy pesada, especialmente en los días de viento: un aire huracanado que cruzaba el sendero, empujando a Nico hacía el lindero de tierras baldías. Entonces Nico tenía que realizar un enorme esfuerzo para mantenerse en su camino y aferrándose con fuerza a las cinchas de su mochila, apretaba los dientes y continuaba, afianzando  cada paso para no ser arrastrado por el aire.

Cada cierto tramo, Nico encontraba un área de descanso. Allí, departía con otros peregrinos y elucubraban acerca de lo dichosas que serían sus vidas cuando completaran el recorrido. Pero, cada vez con más frecuencia, a Nico se le hacía difícil retomar el camino y a las pocas jornadas de haber repuesto fuerzas volvía a encontrarse agotado.

Era el caso de la mañana en que el viento sopló con especial intensidad. Nico trató de resistirse, aferrándose, una vez más, a su mochila; como si el peso de esta pudiera servir de asidero al que agarrarse para no ser arrastrado. Pero aquel día de nada valió. El viento levantó a Nico del suelo, lo zarandeó hasta la nausea y después de arrastrarlo por los aires, volvió a depositarle a nunca sabremos cuanta distancia del sendero. En mitad de la nada.

Nico estaba desorientado y aterrorizado en mitad de aquella tierra sin ningún punto de referencia. Avanzaba en la dirección que le parecía, aunque al final de cada jornada tenía la sensación de haber caminado en círculos. Y cada mañana, cargaba de nuevo, con su mochila  y acometía la tarea de volver a andar por una suerte de supervivencia inercial. 

El terreno era seco , el agua comenzaba a escasear y como Nico no recordaba lo que contenía, decidió inspeccionar su mochila. Al fin y al cabo, pesaba tanto que no sería extraño que contuviera algo de líquido en una cantimplora. Deshizo el nudo que cerraba el petate y al inspeccionar su contenido, cual no fue su sorpresa al comprobar que ¡llevaba todos aquellos años cargando piedras! Una docena de estúpidas y pesadísimas piedras. Nico decidió abandonarlas allí mismo pero, por absurdo que parezca, las piedras parecían mirarle. Caminaba alejándose de su carga y sin embargo resultaba como si las piedras le susurraran “No nos abandones aquí”. Entonces Nico entendió que cualquier otro viajero desorientado podría encontrarlas y decidir cargar con ellas y regresó donde las había dejado. Con la sola ayuda de sus manos escavó un agujero en el suelo donde depositó sus piedras, les dio las gracias por haberle fortalecido durante aquellos años y las cubrió de arena.

A pesar de haber aligerado su carga Nico seguía sintiendo sed y cuando caía la noche y la oscuridad le envolvía, Nico tenía miedo. En sus sueños aparecían cientos de seres desconocidos avanzando hacia su cuerpo dormido e indefenso y despertaba varias veces cada noche agitado y presa del pánico. Entonces, desvelado, escuchaba los sonidos de la noche y echaba de menos la seguridad del sendero.  Pero regresar no era ya una cuestión de voluntad o de valor, dado que se encontraba perdido y no sabía como hacerlo.

Sin embargo, una noche, cuando intentaba descansar tras otra dura jornada caminando por el desierto, Nico se despertó y en lugar de asustarse por aquel ruido inquietante, decidió encararlo. Era como un murmullo que parecía susurrarle y Nico decidió que no quería seguir viviendo en el miedo. Deseaba, más que nada en la vida, poder descansar tranquilo y que el sueño se convirtiera en el espacio reparador que debía ser. Era una noche muy cerrada de modo que Nico se armó de valor y, a tientas, avanzó guiado por aquel sonido que iba aumentando según se aproximaba a la fuente. Le temblaba cada una de sus extremidades pero, cuando quiso darse cuenta, Nico se halló sumergido en el agua de lo que se intuía un arroyo. Un agua limpia y fresca, como siempre imaginó que debía saber el agua.  Acunado por el fluir del arroyo, Nico se derrumbó y descansó en la orilla hasta bien entrada la mañana.

Al despertarse el sol iluminaba los contornos del escenario donde se había desarrollado su noche oscura: a ambos lados del arroyo, la vegetación florecía exuberante, compuesta por numerosos frutales y otros árboles de penetrante belleza que servían de hogar a aves que con sus trinos saludaban al nuevo día.  Nico pensó que aún se hallaba soñando. Tras tantos años de vagabundeo, de repente, supo que ya no tenía que seguir caminando o que si lo hacía, sería por cambiar de aires o en busca de nuevos frutos con los que enriquecer su dieta. Nico experimentó una oleada de inmensa alegría y felicidad hacia cuanto le rodeaba y dio las gracias al viento, a las piedras, al desierto y al sendero que de un modo u otro, habían conspirado para llevarle hasta allí.

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