martes, 15 de enero de 2013

LA PARADA DE NAVED


Cuando Dios creó los átomos, les concedió el don del movimiento, de la inestabilidad. Lo hizo así porque decretó que la primera Ley del Universo sería el Libre Albedrío y este no es posible en un cosmos cuya materia prima fuera inerte. Hay gente que no entiende esto, pero si no existiera el Cambio Perpetuo tampoco existirían la danza celeste, las estaciones, los estados de ánimo o  la Libertad...

PRIMERA PARTE:
Tal era el caso de Naved, un próspero empresario que había conseguido amasar su fortuna empezando desde lo más bajo del mercado de abastos.  Hijo de familia muy pobre, el tesón de Naved le valió un merecido prestigio de trabajador infatigable, cuando descubrió que, si madrugaba y se acostaba muy tarde, podía comenzar su jornada como aprendiz del panadero y terminar sirviendo refrigerios en la tetería al final del día. De este modo, Naved se embolsaba dos sueldos: uno, que empleaba en su manutención y un segundo, que guardaba esperando la oportunidad de negocio apropiada. Acostumbrado a vivir en las callejuelas entre las distintas paradas, indagaba qué clase de negocio le proporcionaría mayores beneficios. Ya desde niño, advirtió que no había emprendedores más prósperos que aquellos que traficaban con objetos suntuarios, donde el precio se ve liberado de atender a una necesidad y campa a su antojo por la senda del deseo.  Lo superfluo era una mina donde el beneficio se disparaba en función de las expectativas que el vendedor fuera capaz de crear. Colgantes rematados con piedras preciosas, especias traídas de latitudes exóticas o estampados de reputados artistas, ofrecían un margen mucho mayor que los cereales la fruta o el pescado. Así cuando Naved conoció en la tetería al dueño de un taller, le propuso ocultar la procedencia de las telas que este producía y él se ocuparía de moverlas y generar demanda.

Dicho y hecho. Bastó con enviar varias muestras a la esposa del cónsul, explicando la historia de un misterioso monasterio, allende la frontera, donde unos monjes tejían entre canticos y plegarias, para que todas las mujeres del poblado se agolparan en el puesto de Naved.  Las ventas se dispararon en cuanto se corrió la voz de aquellas telas de características casi mágicas que fabricaban unos monjes lejanos. Naved pudo, por fin, abandonar la barraca donde vivía  por, primero, una casa decente y después, una finca con decenas de hectáreas de estanques y frutales. Tal eran las cosas que Naved llegó a un acuerdo, que al fabricante le pareció muy generoso, para adquirir la fábrica y así controlar todos los eslabones del proceso. La dicha había llegado a la vida de Named después de años de esfuerzo. Al tiempo ya no poseía uno, sino varios telares y de la mano de tanta prosperidad llegó una esposa tan bella como jamás habría deseado.

Sin embargo, una mañana en un recodo del mercado, se apostó un comerciante recién llegado y extendió sus paños. En principio, aquel tenderete no causó gran expectación, pero cuando una mujer deslizo su mano por la suavidad de aquellas telas, corrió la voz entre sus amigas que acudieron en tropel a comprobar las virtudes del nuevo comercio. La textura y el brillo de aquellos tejidos no ofrecían comparación con nada que hubieran conocido hasta el momento y los precios ¡qué precios! Las clientas podían permitirse dos y tres vestidos por la cantidad con que antes apenas alcanzaba para uno. El negocio de Naved comenzó a peligrar y este se vio obligado a bajar tarifas, desdiciéndose en su discurso de que ya ofrecía su producto al precio mínimo y que en algunos casos perdía dinero solo para lograr la satisfacción de sus clientes. Al tercer mes, los gastos ocasionados por el mantenimiento de varias fábricas, la finca y dos niños, en principio llegados a colmar de alegría el hogar de Naved, hicieron la situación insostenible. Naved trató de pactar con su competidor pero este se negaba a revelar la procedencia de sus telas. Los obreros del taller, agotados por la situación de insolvencia se presentaron en la finca y ante la negativa de Naved de hacer efectivos sus jornales, arrasaron su hogar, cobrándose el salario en especie.  La mujer, angustiada por los llantos de sus retoños, anunció su retorno al hogar paterno donde, al menos, a los niños no les faltaría de comer.

Naved estaba desesperado, y cuando paseaba por el pueblo o entraba a la tetería la gente murmuraba y le señalaba.  Al no poder soportar su orgullo semejante agravio, decidió marcharse a otro lugar, maldiciendo su suerte. Naved se volvió arisco y desabrido y abandonó toda esperanza de prosperar. De tal modo, el que fuera infatigable trabajador, se volvió incómodo para los patrones que se arriesgaban a contratar a aquel tipo sucio y mal encarado. Cada noche, cuando se acostaba, mirando al cielo maldecía a Dios por haberle arrebatado todo, apenas comenzaba a acariciarlo.

Maldecía y maldecía, hasta que una noche un demonio reparó en su desesperación y se apareció a Naved. Este le expuso el pesar que le había ocasionado su ruina y sus anhelos de un mundo en el que las cosas no cambiaran, fueran estables y solidas y un hombre pudiera vivir sin que el futuro le perturbara. El demonio se dijo conmovido y con la potestad de cumplir los deseos de Naved. “Vete a dormir y a la mañana, tus sueños serán cumplidos. A cambio solo te pediré tu alma”. “Mi alma: no la quiero para nada. Nuca la he visto, ni me ayudó en los malos momentos. Tómala, si ese es el precio”, respondió Naved.  El diablo sonrió y se esfumó agitando la cola.

Naved durmió muy profundo esa noche y a la mañana siguiente, cuando despertó se encontró inmóvil. Trató de estirar sus brazos y piernas pero estos no respondían, tampoco sentía el rocío de la mañana que tanto le incomodaba, ni la brisa que, le empujaba a ponerse en marcha para entrar en calor. El demonio había transformado a Naved en una roca. Un enorme bloque de piedra situado al borde del camino, condenado a pasar el resto de sus días preso de la quietud: anhelando que un pájaro se posara sobre su superficie para sentir algo semejante a una caricia o que un comerciante se guareciera a su sombra, recordándole lo mucho que echaba de menos volver a tener amigos.

(este cuento continuará…)

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