miércoles, 24 de abril de 2013

ARDOR GUERRERO

Como cada noche, Johan permanecía sin conciliar el sueño, tendido sobre el jergón con el cuerpo dolorido tras otra extenuante jornada en la forja. Observaba las estrellas a través de la oquedad que hacía las veces de ventana, anhelando un destino mejor.

Hace lustros se prolongaba la contienda en la frontera y como el resto de habitantes del reino, Johan vivía entregado a proveer a las milicias de lo necesario para detener al invasor. Su jornada comenzaba al alba y se repartía entre cargar fardos de mineral, trabajar en la fundición y golpear el yunque para la forja de armas y pertrechos. Otros, como su hermana Hëlda, sembraba y cultivaba los campos de donde se extraía el sustento de los soldados.  Ninguno de los ciudadanos recordaban ya otra vida que no fuera la de entregar sus fuerzas a la causa.

El deseo atormentaba a Johan, noche tras noche, pues sentía como su ardor guerrero se desperdiciaba en el taller. Una y otra vez, regresaban sus sueños de entrar en liza, lanzarse contra el enemigo y repartir estocadas a diestra y siniestra, acabando con una docena de invasores en cada lance. Sin embargo, el ejercito estaba reservado a los de otra clase. Los mejores hijos de la burguesía y la aristocracia que, tras años de entrenamiento en la escuela militar, eran enviados al frente de donde regresaban, en loor de multitudes, tras cada campaña.

Una mañana que encomendaron a Johan cargar el carro de intendencia que partiría, este no pudo resistirse al impulso de ocultarse entre los sacos de cereal y viajar hasta el frente, seguro de que, una vez allí, lograría camuflarse entre las tropas y participar en la contienda.

El camino fue largo y Johan soñaba con empalar y decapitar a aquellos que tanto dolor y desgaste estaban infringiendo a los suyos; salir de bambalinas y encarar el papel protagonista en aquel drama.

El carro se detuvo, al fin, pero, oculto donde estaba, Johan no atisbaba el fragor de la batalla. Escuchó silbos de aves en vez de golpes de acero y percibió aromas frutales en lugar de olor a pólvora. Curioso, Johan se asomó esperando encontrar el campamento militar y tal fue su hallazgo, aunque no del tipo esperado:

Al resguardo de las montañas, los jóvenes militares llevaban una vida apacible y deleitosa, practicando las más diversas disciplinas, entre las que destacaba tenderse al sol, libando destilados, fruto de la fermentación de los cereales que recibían de su pueblo.  Aquello debía ser un área de descanso donde los militares reponían fuerza tras duras jornadas en liza, pensaba Johan. Pero todas sus justificaciones se rindieron al encontrarse con una hondonada, casi repleta de armamento y escudos, donde se oxidaba el arsenal que el pueblo había estado produciendo por décadas. Uno de los jóvenes del campamento volcaba allí la última remesa de venablos recién forjados. Johan atónito entendió, al fin, que no se libraba guerra alguna y que habían sido engañados por ciudadanos de su misma ley. Envenenado por el miedo,  el pueblo había entregado sus vidas a una causa inexistente.

La reacción visceral de Johan fue la venganza pero, tras el primer impulso, valoró sus posibilidades de pelea, inerme, frente a varios centenares de soldados que, si bien ebrios, a buen seguro lograrían reducirle.  Resultaba más cabal partir y desvelar el secreto al resto de la población.

Así, tras varias jornadas a pie por la campiña, Johan alcanzó la ciudad y erigiéndose primero en pregonero y después en líder despertó a la insurgencia. La revuelta fue fugaz, pues un ejercito desfondado, tras décadas de holganza, apenas pudo contener el primer envite de la turba contra unos gobernantes que habían vivido  demasiado tiempo sustentados por la mentira.

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